Comentario
El retablo se había convertido en una pieza enormemente popular y en eso radicó básicamente su éxito y propagación en innumerables versiones. Cuando llegó a España el Despotismo Ilustrado con Carlos III y sus colaboradores y ministros, se trató de regenerar al país educando al pueblo pero desterrando paradójicamente el gusto del pueblo. Los ilustrados clasificaron al barroco en general y al retablo en particular dentro del gusto populachero. Pero no fue sólo cuestión de gusto estético; había que acabar con el retablo porque atentaba contra el decoro del culto y la dignidad de la religión. En la lucha contra el retablo se aliaron tanto razones de gusto dictadas por la estética racionalista cuanto razones de índole religiosa emanadas del rigorismo dogmático y moral del Jansenismo o, más propiamente, del Neojansenismo, pues aquél era muy rancio pero había sido renovado en nuestro país especialmente a raíz de la expulsión en 1767 de los jesuitas que lo habían combatido reciamente.
Valiéndose del pretexto de que la madera de los retablos los exponía a ser pasto de las llamas de las velas y, por tanto, origen de devastadores incendios en las iglesias, el secretario de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, don Antonio Ponz, conocido jansenizante y frenético antibarroco, redactó un documento que fue asumido oficialmente por Carlos III en 1777. Por él se prohibía ejecutar en adelante retablos de madera, debiéndoselos hacer de piedra, mármol, jaspe o, a lo más, de estuco imitando aquellos materiales. Pero lo más decisivo fue que se prescribiese la estricta obligación de enviar a la mencionada Academia las trazas y dibujos de los futuros retablos a fin de enmendarlos y purgarlos de todo exceso barroco y, en el caso de no poderse corregir, la de aceptar los proyectos impuestos por la comisión de arquitectura de dicha institución.
Con la real orden se asestó un golpe de muerte al retablo tradicional que, sin embargo, todavía se resistió a morir por algunos años, pues, pese a las circulares de los obispados y generalatos de las Ordenes religiosas intimando a la inmediata aplicación del decreto, continuaron proliferando los retablos de siempre, unas veces porque las hermandades y cofradías que los encargaban hacían caso omiso de aquél, otras porque muchos ensambladores eran incapaces de hacer otra cosa.
Los nuevos retablos que se comenzaron a fabricar con los materiales nobles y resistentes que ordenaba el decreto resultaban muy correctos pero faltos de emoción y de fuerza para seducir a las masas populares. Solían ser edículos compuestos por pares de columnas diseñadas conforme a la más pura interpretación de los órdenes canónicos, sosteniendo un entablamento arquitrabado que estaba coronado por un frontón semicircular o triangular. Las imágenes se reducían al mínimo, generalmente a un gran relieve o medalla. En un primer momento, en manos de Ventura Rodríguez, Francisco Sabatini o Pedro de Arnal, los retablos conservaron todavía la gracia y animación del barroco cosmopolita de mediados del XVIII, dentro, eso sí, de los recortes y cortapisas impuestos por la Academia. Luego se transformaron en productos bastante insulsos y monótonos, repitiendo siempre el mismo esquema. Un nuevo decreto dictado en 1791 por Carlos IV acabó definitivamente con el retablo castizo y genuinamente español.